viernes, 26 de febrero de 2010

PLAGA

Allá va otro relato...



Todo comenzó un intenso día de trabajo. Llevaba más de ocho horas seguidas pegado a la pantalla del ordenador y mi vista comenzaba a cansarse.
Los ojos me quemaban. Me recordaban mi niñez, a los días en los que jugaba junto a las hogueras de San Sebastián en invierno y de San Juan en verano.
Era un escozor obsesivo y lacerante, que me hacía parpadear sin parar.

En los primeros días, consideré que esos puntillos luminosos que aparecían en el negro tapiz de mis párpados cerrados, eran producto del cansancio, pero, ni siquiera el descanso era efectivo contra esa plaga.

Y esa, fue la palabra que desbordó los acontecimientos y me arrastró hasta este apartado rincón de descanso según mi familia, destartalado e infame manicomio según mi propia versión.

Vinieron a mi mente lánguidas evocaciones de mi adolescencia.
Repasé mentalmente tardes de yoga, que nunca volví a repetir, e incluso no dudé en recurrir a esas olvidadas sesiones para combatir el enjambre que crecía sin parar en mi fondo ocular. Todo era inútil.
La cuestión es que empecé a obsesionarme, y una noche decidí no cerrar los ojos hasta que estuviera exhausto. Quería evitar a toda costa ver esa caterva refulgente.
Y esa fue la primera de las noches que no dormí, y han pasado casi trescientas, cerca de un año hasta que he descubierto la verdadera naturaleza de esa obsesiva visión.

Tras pensar en varias hipótesis sobre su origen, desechadas una tras otra, pasé a pensar en la posibilidad de que fuera un brote hipocondríaco, yo lo soy bastante, y les di un carácter defensivo por llamarlo de alguna manera.
Pensé que eran una especie de señal de alarma. Podían ser esos pilotos que se encienden en los tableros de los coches cuando algo va mal.
Pensé que el color y la intensidad variarían según la dolencia o la carencia que el cuerpo tuviera, y comencé a recopilar información y a solicitar de los enfermos datos que pudieran hacerme relacionar alguna enfermedad con la visión de esas manchas, pero no recibí una buena acogida ni por parte de los médicos, siempre ocupados y demasiado empíricos, ni de los enfermos, casi siempre encerrados en su dolor y en su desánimo.
Me fue imposible asociar un determinado color o una forma definida con alguna de las dolencias que busqué.

Pasaron las semanas y poco a poco me fue abandonando la seguridad de que existiera alguna conexión, y como soy una persona voluntariosa y persistente, necesito estar convencido de lo que hago para poder seguir tras el objetivo, y la certidumbre de que pudiera haber alguna coincidencia se difuminó, y con ella mi interés.

Esto no hacía más que empeorar las cosas, porque el origen del problema, – más bien el problema en sí -, seguía permanentemente en mi, y cada vez me obsesionaba más.

La cuestión fue agravándose cuando una tarde soleada, mientras leía una corrección que un empleado de la empresa me pasó a última hora, al levantar la vista para pensar sobre el asunto, descubrí los mismos habitantes de mi mirada, que no se conformaban ya con la oscuridad, sino que ocupaban también mi indefensa visión al atardecer. Paseaban su insolente atrevimiento a cielo descubierto. Trazaban un desfile victorioso con su vuelo.

Quizá por eso me vino a la memoria esa imagen gris y negra de los nazis desfilando bajo el arco de triunfo, su entrada triunfal en París. No llovía como aquella mañana, pero mi estado de animo debía ser muy parecido al de aquellos franceses derrotados y humillados en su propia casa, empapados por la angustia de saberse dominados.

Y esa fue sin duda la gota que terminó de colmar el vaso de la paciencia de mi mujer, ya que a partir de ese momento la convivencia conmigo, según sus propias palabras, era insoportable.
Es cierto que prácticamente no dormía, y además no comía, pero yo no noté que mi modo de comportarme variara mucho.
Perdí algunos kilos, quizás más por la falta de descanso que por mi dejadez a la hora de comer, pero no quería seguir engordando a mi costa a esos parásitos indefinibles e indefinidos. Y esto trajo consigo que mi capacidad de concentración en el trabajo fuese disminuyendo, y eso en una empresa que se dedica a auditar cuentas no es muy recomendable, por ello mis socios me presionaron hasta conseguir que fuera al medico, no sin antes asegurarse de que disfrutaría de una temporada de descanso.

En principio ni el oftalmólogo ni el neurólogo apreciaron nada extraño en mi, y según pude saber después, recomendaron a mi esposa que visitará a un prestigioso psiquiatra especializado en los tratamientos a ejecutivos lastrados por la ansiedad.

Así fue como aterricé, tras una intensa labor de zapa por parte de mi mujer, en esta clínica de reposo. Vine y pasé una primera consulta con el Doctor Ortega, y ese mismo día pude regresar para pernoctar en casa, pero fue el último. Al día siguiente me rogaron encarecidamente que tomara en consideración la posibilidad de un ingreso temporal.

Me sentí aturdido, abandonado. No entendí como mi pareja podía desentenderse de mí de ese modo tan cruel y miserable. Si quería salir huyendo ese no era el momento.
Puede que la relación hubiera ido ajándose en ese último año, pero había una larga y bonita historia de amor detrás, y quizá esos recuerdos de momentos felices me desarmaron, y terminé accediendo a este internamiento, no sé si por desánimo, o por la esperanza de volver a recuperarla, o de no perderla, si seguía su consejo.

Así de desorientado empecé mis días en este sanatorio.
Ni siquiera sabía cual era el estado de mi relación y no sabía si me dejarían volver a mi puesto de trabajo. Aunque mi posición de socio me otorgaba ciertos privilegios económicos, los otros accionistas tenían la posibilidad de inhabilitarme, y tras una compensación económica, dejarme fuera de la empresa.

En realidad nada de eso me preocupó porque todo seguía igual, y para mi era lo único inquietante.
Fueron pasando los días y las charlas, los calmantes y los antidepresivos, pero mi situación era la misma que antes del internamiento.
No conseguía dormir, no comía más que lo que me obligaban mientras me vigilaban, y mi obsesión continuaba. Incluso los picores en los ojos iban en aumento.
La visión que me devolvía el espejo cada mañana era desoladora.
Mi rostro demacrado, los ojos rojos… El semblante era más parecido al de alguien que ha sufrido los rigores del duro trabajo en el mar o en el campo, que el de un acomodado auditor de cuentas alojado en un cómodo despacho.
Pero nada de eso importaba porque mi mirada no llegaba más allá de mi globo ocular. No recibía imágenes que no fueran los malditos ocupantes de mi vista y de mi mente.

Y todo continuó así hasta hace poco menos de una semana.
Una mañana, cansado de no hacer nada y de desatender las recomendaciones de los médicos, hice caso al psicólogo con el que hablo cada tarde, y salí a dar un paseo por los jardines que rodean el edificio.
Caminé durante más de dos horas dando varias vueltas a todo el recinto, y cuando me hube cansado me senté debajo de un roble a escuchar el sonido del agua y los pájaros.

Me sentí despreocupado por primera vez en mucho tiempo, relajado y descansado, y al cabo de un rato en el que mi mente vagó a sus anchas recordando a Eva, mi mujer, caí en la cuenta de que el número de manchas que veía era mucho menor.

No supe relacionar la causa y el efecto, pero al menos me alivió pensar que podía haber encontrado un remedio, aunque fuera pasajero.

Por supuesto me cuidé mucho de decir nada a los médicos o al psicólogo, con el que me unía un mayor grado de entendimiento, y me limité a decir que me encontraba mejor porque esa noche había descansado.

Y el hecho es que esa noche que siguió fui capaz de dormir. No mucho, pero lo suficiente como para levantarme con otro talante.
Me duché y desayuné, intentando no llamar la atención. Remoloneé un rato entre los demás internos que hojeaban la prensa, imitando su actitud, dando un repaso al diario que solía leer todos los días, pero la impaciencia era mucho más fuerte que mi interés por la economía o la política, y bajé al jardín y acudí junto al roble que produjo ese cambio en mi. Esta vez fui directo, sin más paseo que el trayecto que le separaba del edificio. Me senté y tras acomodarme cerré los ojos, y de nuevo comprobé que prácticamente había desaparecido cualquier vestigio de esa plaga.

Esta vez la palabra plaga me hizo plantearme una pregunta que hasta entonces ni siquiera había planeado por mi mente.
Esa pregunta me llevó a observar algo que me pareció curioso y en lo que no había reparado: el roble estaba situado junto a un bonito arroyo. Estabamos en verano y no había ningún insecto sobrevolando la zona, era muy raro…
Quizá fuera por la gran cantidad de pájaros que habían hecho suyo ese rincón.
Era lógico pensar que los pájaros se comieran y ahuyentaran a los insectos, pero, ¿podría tener esto alguna relación con el vacío que se produjo en mi vista?…
Dispuesto a resolver esa duda que me comía me alejé del roble, encaminando mis pasos hacia otra parte del arbolado mucho más alejada del arroyo.
Me acomodé debajo de otro roble igual, y cual no fue mi sorpresa al comprobar que con la llegada de los mosquitos venían también mis bichillos. Ahora ya tenían nombre esas molestas luces o manchas que me martirizaban. Eran insectos que habitaban en mi mente.

Por supuesto, no conté a nadie lo que descubrí, porque si supusieran mi gran hallazgo pasaría el resto de mi vida aquí, entre estas cuatro paredes, y no me resulta una idea muy atractiva.

Le pedí a mi mujer que me trajera una lámina con dibujos y fotografías de pájaros para alegrar mi habitación, ella lo consultó con los médicos y a ellos no les pareció mal.
Ahora, un bonito grupo de mirlos vigila desde el papel que ese enjambre no invada de nuevo mi vida.
Desde entonces, ha aumentado mi interés por conocer mejor a estos maravillosos seres que me han apoyado a la hora de combatir y vencer mi propia y angustiosa plaga, por eso me he hecho con varias guías ornitológicas que me han ayudado a reconocerlos y a admirarlos.


En dos o tres días saldré de aquí y reiniciaré de nuevo mi vida.
Mi mujer está encantada de lo bien que ha ido todo.
Alaba mi voluntad de seguir adelante. Se muestra encantada de mi nueva afición por las aves y su mundo, y yo por supuesto me alegro de que no sospeche nada.

Los médicos por su parte se dan la razón afirmando que el estrés me atenazaba, y que lo que necesitaba era únicamente descanso.
Dicen, al menos eso le dijeron a mi mujer el día que le comunicaron mi alta inminente, que hay procesos depresivos que sin razón alguna, igual que llegan desaparecen en un año.


En fin, todos contentos, incluso mis socios de la auditora, que confían en que mis renovadas ganas de vivir también lo sean de ganar dinero, pero, lo que ellos no saben es que es con otro tipo de “pájaros” con los que me gusta tratar ahora.

En cuanto salga de aquí, ya que mi mujer está de acuerdo, venderemos el piso en la capital y compraremos un chalet en algún pueblo de la sierra. Una casa con jardín donde pueda plantar un roble y colocar casitas de madera para que coman y aniden los gorriones y los mirlos.
Viviré en un pueblo con bosque que acoja a miles de pájaros protectores.


Por supuesto, deberé seguir guardando en secreto todo lo que ha ocurrido y he descubierto.
Sólo si alguien en mi presencia se queja de esas manchas, le recomendaré un paseo por el campo, donde anidan los pájaros, para que sea él quien descubra esa maravillosa medicina que está esperando.

Y por supuesto, lo primero que haré cuando abandone este lugar será comprar un amuleto que llevaré siempre conmigo. Un amuleto con forma de pájaro, por si las moscas, nunca mejor dicho.

miércoles, 24 de febrero de 2010

Una pequeña venganza...

Acabo de escuchar el partido del Sevilla en la radio, y al escuchar la melodía que abre cada partido de la Champions League he caído en la cuenta de algo…
Por suerte para mi, y aquí me voy a enrollar un poco, me gusta la música clásica, no sólo la barroca y renacentista, aunque he de reconocer que tengo debilidad por esos periodos.
Cuando digo que me gusta éste tipo de música, es por que quizás es la única con la que puedo sentir como me afecta, siempre he somatizado mucho las emociones, y siento como se expande mi pecho y la respiración se me hace más pesada… y de repente todo vibra en mi interior.
Y tengo amigos y conocidos que se jactan de que la música clásica les aburre… y además, serían incapaces de escucharla…
Seguro que muchos de ellos, mientras escuchaban esa canción desconocían que estaban escuchando a uno de los grandes, nada menos que al Sr. Georg Friedrich Händel…
Para más señas, un fragmento de Zadok the Priest, número de catálogo HWV 258, compuesto en 1727 por este caballero sajón, autor entre otras nimiedades de dar la forma definitiva al himno nacional inglés, que seguro que sonreirá desde su lugar en la inmortalidad…